martes, 12 de noviembre de 2013

Cristales caen.

"En el corazón de la civilizada Europa, ayudado por el asentimiento silencioso de muchas naciones y pueblos del mundo, un viento de movilización y hostilidad racial, un viento de maldad fustigó a un continente para lanzarse a una orgía de muerte sin sentido. 6 millones de hombres y mujeres judíos, entre ellos un millón de niños, fueron llevados por otros seres humanos a la muerte por gas y fuego, sus cenizas fueron esparcidas desde chimeneas de Auschwitz para confundirse con la suave brisa del aire y caer, sin nombre y sin tumba, repartidas sobre un continente que se había convertido a su vez en un cementerio."

La noche de los cristales rotos. 9-10 de noviembre, 1938.




La veía llorar casi todas las noches. Desesperada por unas migajas de pan y por no saber como le depararía el futuro. 
Vivíamos en una nación callada. Una nación que conoce el dolor de mi pueblo y que por más de hacerlo se mantienen callados y en silencio. A veces me pregunto si será por miedo o será por falta de personalidad.
Hitler, el líder máximo y supremo nunca dio la cara por nosotros, era obvio. Y Alemania, la Alemania en la que nací tampoco. Eramos desconocidos para nuestros amigos, éramos enfermos para nuestros doctores, éramos esclavos para nuestros jefes y éramos nada para nuestro país. 
Esperábamos en silencio la hora del fin, no sabíamos cuando ni como, pero sabíamos que llegaría.
Vimos a nuestra Sinagoga hundirse en el fuego, casi eterno ante nuestros ojos tristes. Vimos morir a nuestros hermanos por causa de una bala. Y nos decimos antes de preguntarnos: Tenemos piel, ojos, narices, orejas, boca, manos, pies, cara y sobretodo un alma, entonces... ¿Qué nos falta entonces para ser como ellos?
No podía entender como un humano mataba a otro sin piedad.
Y fue el 9 de noviembre cuando el terror llego a nuestras pobres y destruidas casas. Cuando los cristales se reventaban al sonido de las balas. Cuando los niños lloraban y cuando los nazis, sin piedad alguna, mataban con una libertad imposible de creer.
La veía llorar de nuevo, esta vez no por unas migajas de pan, si no por su hijo, desangrado en sus brazos. Y a ella la arrastraron y se la llevaron a algún lugar por ahí. Un lugar que muchos conocían pero callaban ante las injusticias.
Alemania tenía la felicidad de una raza suprema, pero la tristeza de saber que vivían bajo un cementerio de cenizas que jamás se olvidan.


Eduardo

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